Curso de Historias y Leyendas de León en el Espacio CYL Digital
Historia:
EL REINO DE LOS NIÑOS basada en
“El Reino de los niños", cuento recogido en "Peralvillo
de Omaña", de David Rubio de la Calzada.
Esta
historia la hemos encontrado adaptada a varios pueblos de la
provincia de León: Villablino, Astorga, Murias de Paredes,
Veguellina de Orbigo, Llamas de Laciana, Ponferrada, Toral de los
Vados, Valencia de Don Juan etc.
EL REINO DE LOS NIÑOS
Hace
muchos, muchísimos años, cuando el cielo estaba más cercano a la
tierra que ahora, y el embravecido mar cubría infinidad de valles y
montañas, vivía un
poderoso mago o hechicero. Tan alto como el más alto pino de la
montaña, llevaba sobre la cabeza un frondoso árbol, de verdes hojas
y tupido ramaje. Su barba, de muchísimas varas de largo, era de
musgo, lo mismo que las cejas y pestañas. Su vestido era de corteza
de encina, y su voz como el rodante trueno, y debajo del brazo
llevaba una gaita tan grande como la iglesia de este pueblo.
Las
más extraordinarias maravillas llevaba a cabo con el sonido de su
gaita. Cuando la tañía dulce y suavemente, todo cuanto podía
abarcar con su mirada se cubría de fresca y verde yerba; y si
soplaba más fuerte, hasta podía crear cosas vivientes; mas cuando
soplaba con furia se levantaba tal tormenta, que las montañas se
conmovían en sus cimientos; y el mar, alborotado y furioso, y dando
resoplidos como corcel refrenado, se retiraba a lo lejos, dejando
anchos espacios de tierra al descubierto.
Una
vez fue atacado por fuertes enemigos; pero, en vez de defenderse, se
limitó a aplicar la gaita a los labios, y todos sus enemigos se
convirtieron en pinos y robles.
Jamás
se cansaba de tocar, porque recibía gran placer al percibir el eco
de aquellas suaves notas en sus oídos; y aun se deleitaban mucho más
sus ojos al ver cómo todo se animaba y cobraba vida en torno suyo.
Aparecían innumerables rebaños de ovejas en las montañas y en los
valles, y sobre la cabeza de cada una crecía un arbolito, por medio
del cual el Mago conocía su propio ganado; y de las piedras
esparcidas por allí hizo crear hermosos mastines, y cada uno conocía
su voz.
Viendo
que los habitantes de los países vecinos no eran tan buenos como
fuera de desear, vaciló por mucho tiempo antes de crear seres
humanos; mas, por fin, llegó al resultado de que los niños eran
buenos y amables, así es que decidió poblar de
niños solamente.
Y
comenzó a tocar en su gaita la tonada más dulce que en su vida
había sonado; y he aquí que aparecen niños y más niños, en
muchedumbre infinita. Ya podéis imaginaros cuán maravilloso y
encantador sería.
Allí
no había otra ocupación que jugar; y las inocentes criaturas
saltaban y brincaban radiantes de alegría, y eran en extremo
felices. Trepaban por las enredaderas y chupaban la dulce miel de sus
tallos; y se hartaban de los más codiciosos y dorados frutos de los
árboles; dormían en camitas de musgo, y se columpiaban en las ramas
de los árboles, y eran, en fin, tan felices como los angelitos de
Dios en el cielo durante todo el día. Y aun durante la noche su
felicidad se aumentaba, si es que era posible, porque el Mago tañía,
para adormirlos, las canciones más suaves, de suerte que les
infundía hermosísimos sueños.
Jamás
se oyó en una
palabra de enojo, porque aquellos niños eran tan dulces y alegres,
que jamás peleaban unos con otros. Ni había tampoco ocasión de
envidia ni pesar del bien ajeno, puesto que cada uno era tan feliz
como su prójimo, y el Mago tenía muy buen cuidado de que hubiera
siempre abundante ganado para alimentar a los niños; con la música
había producir yerba en abundancia, para que los rebaños estuvieran
siempre bien mantenidos.
Ningún
muchacho se lastimó jamás, porque los fieles mastines los cuidaban
y conducían a los lugares de más mullido césped, para que jugasen.
Si
por descuido algún niño se caía al agua, un perro se encargaba de
sacarle; y si algún otro se cansaba, uno de los mastines lo cargaba
sobre sus espaldas y le conducía a descansar bajo la fresca sombra
de un árbol frondoso.
En
una palabra, los niños eran tan felices como los primeros habitantes
del Paraíso; y nadie ambicionaba o suspiraba por alguna otra cosa,
puesto que ninguno de ellos había visto más reinos o mundos que el
suyo, tranquilo y venturoso.
También
hay que advertir que ningún poblador de aquella tierra vestía con
lujo o con vergonzosa pobreza, ni había suntuosos palacios al lado
de miserables chozas; así es que nadie miraba con envidia a su
prójimo.
Enfermedades
o muertes eran desconocidas en,
porque las criaturas habían venido al mundo tan perfectas como el
pollo al salir del cascarón, y ni había necesidad de morir,
teniendo como tenían abundante y espaciosa tierra donde habitar.
Nadie
sabía allí leer ni escribir, ni tampoco era necesario, puesto que
todo les salía a pedir de boca; ni había que tomarse la menor
molestia por nada, y no estando expuestos a daño alguno, era inútil
todo conocimiento.
Sin
embargo, cuando hubieron crecido y se hicieron grandes, comenzaron a
cavar pequeñas porciones de tierra y a construir chozas para sí
mismos, alfombrándolas de musgo, exclamando con inusitado gozo:
“Esto es mío.” Y al decir uno de ellos “Esto es mío”, los
demás lo dijeron también.
Construyeron
varios otros chozas como el primero, pero algunos, más listos u
holgazanes, creyeron más fácil cobijarse en las que estaban ya
echas, y entonces, cuando los dueños lloraban o se quejaban, los
intrusos conquistadores se reían.
Por
lo cual, los que habían sido despojados de sus viviendas trataron de
reconquistarías con sus puños, y comenzó... la primera batalla.
No
faltó uno que fué en seguida con el cuento al Mago, quien sopló
con furia en la gaita, oyéndose un hórrido trueno que asustó
terriblemente a los pequeños guerreros y supieron por vez primera lo
que era miedo, y después se llenaron de ira contra el chismoso o
correveidile que se fue con el cuento al Mago.
Y
así comenzó la lucha y la división en el hermoso y pacífico reino
del buen Mago.
Y
se llenó de honda pesadumbre su pecho al ver que los pequeñuelos se
conducían del mismo modo que las gentes grandes de otros países, y
pensó cómo atajar y remediar aquel mal.
¿Soplaría
con furia la gaita y los barrería al mar y haría aparecer otra
nueva gente? Pero los nuevos pobladores serían bien pronto tan malos
como los primeros, y además amaba con honda ternura sus pequeñuelos.
Pensó
más tarde destruir todo lo que fuera motivo de pendencia; pero
entonces todo se tornaría seco y estéril, siendo así que la causa
de la lucha había sido un puñado de tierra y un poquito de musgo,
y, en realidad, porque algunos niños eran industriosos y diligentes,
y otros holgazanes.
Determinó
entonces regalarles algunas cosas, y dió a cada uno ovejas y perros,
y un jardín para su uso particular. Pero esto sólo sirvió para
aumentar la discordia.
Varios
plantaron y cultivaron sus jardines, mas otros los dejaron
abandonados; y viendo que los jardines de los diligentes estaban
hermosísimos y que sus rebaños tenían sabroso pasto y daban leche
en abundancia, la envidia y la rabia subió de punto. Los holgazanes
formaron una liga contra los diligentes, les atacaron y arrebataron
muchos de sus jardines.
Retiráronse
al principio los buenos trabajadores a otros lugares más frescos,
que se transformaron también en bellos jardines debido al sudor de
su rostro y al trabajo de sus manos; pero después, cansados de la
insolencia de los holgazanes, resistieron valientemente, y durante la
refriega algunos perdieron la vida.
Al
ver la muerte por vez primera les sobrecogió terrible pavor y
tristeza, y juraron tener paz unos con otros para siempre.
Mas
todo en vano; no pudieron permanecer tranquilos mucho tiempo; y como
no les era permitido por el juramento darse muerte, comenzaron a
robarse sus propiedades y utensilios con fiera alevosía... y las
cosas iban de mal en peor.
Viendo
lo cual, se apoderó tal tristeza del corazón del Mago, que de sus
ojos brotaron ríos de lágrimas, ríos que, atravesando el valle,
iban a perderse en el mar; y sin embargo, los malvados niños jamás
consideraron que éstos estaban formados por las lágrimas que su
bondadoso padre derramaba por ellos, y continuaron en sus pendencias,
robos y asesinatos.
Por
lo cual, el buen Mago lloraba más y más, hasta formarse impetuosos
torrentes y cataratas que devastaban las tierras, formando un
vastísimo lago, en el que perecieron ahogados innumerables
criaturas.
Entonces
cesó de llorar e hizo soplar un viento suave que secó la tierra
anegada. ¡Pero qué espectáculo tan triste! Toda la verdura se
había desvanecido, y las casas y los jardines yacían derribados
debajo de montones de piedra; y los ganados, por falta de pasto, no
daban leche. Entonces los despiadados niños cortaron los pescuezos
de las ovejas con piedras afiladas, para ver dónde se ocultaba la
leche; pero en lugar de leche corrió roja sangre, y al beberla se
hicieron más fieros que nunca. Jamás se saciaban de ella.
Así,
que mataron muchísimas otras ovejas, y robaban las de sus hermanos,
y bebieron sangre y comieron carne.
Entonces
dijo el Mago: “Es necesario crear más animales, de lo contrario
pronto no quedará ninguno en la tierra.” Y sopló otra vez en su
gaita. Y he aquí que al instante aparecen toros salvajes y caballos
alados de largas y escamosas colas y elefantes y serpientes. Y los
niños comenzaron entonces a pelear con las bestias salvajes y
crecieron altos y robustos. Algunas de las bestias se dejaron
amansar; pero otras perseguían a los niños y mataron a muchos, y
como ya no vivían en paz ni seguridad aparecieron pestes y
enfermedades; de suerte que bien pronto llegaron a ser como los
habitantes de los demás países; y el Mago estaba cada vez más
triste y melancólico, desde que todo lo que había creado para
bienestar y felicidad de sus hijos se convertía en mal irremediable.
Sus criaturas ni lo amaban ya ni se fiaban de él; y en lugar de
atribuirse a sí mismos la causa de todas aquellas terribles
calamidades, la echaban la culpa al mismo bondadoso padre, diciendo
que su creador les enviaba aquellos desastres por vía de
entretenimiento.
Y
ni siquiera escuchaban ya el dulce son de la gaita que tanto había
deleitado sus oídos en los primeros días, y por cierto que el
gigante no se cuidaba ya de tañerla.
Abrumado
de tristeza yacía dormido por largas horas bajo las sombras de sus
cejas, que habían crecido muy largas, cubriéndole el rostro. Mas a
veces despertaba, y aplicando la gaita a sus labios soplaba con tal
energía y furor que se levantó una temerosa tempestad, haciendo
chocar unos árboles con otros, y al poco tiempo todo el bosque ardía
en llamas. Entonces se levantó con el árbol que crecía en su
cabeza, y tocando las nubes, rasgó su seno y descendió copiosa
lluvia que en breves instantes apagó el fuego.
Entretanto
los seres humanos sólo tenían un pensamiento: cómo hacer callar
aquella odiosa gaita para siempre. Así es que se armaron de lanzas,
espadas, hondas y piedras, y se apercibieron para dar la batalla al
gigante; mas éste, al verles, soltó tan tremenda carcajada, que
hubo un temblor de tierra, tragándose a muchos de ellos con sus
chozas y ganado.
Entonces
enviaron otro ejército provisto de resinosas teas de pino para
quemar su barba; pero él no hizo más que estornudar y se apagaron
al instante las antorchas, derribando por tierra a todos sus
enemigos. Un tercer ejército trató de amarrarle mientras dormía;
pero con estirar sólo sus miembros, rompiéronse al instante sus
ligaduras, reduciendo a átomos a todos los que le rodeaban.
También
enviaron contra él todas las bestias y animales feroces; mas apenas
él lanzó un ligero soplo al viento, cuando comenzaron a caer
abundantísimos copos de nieve que lo fué cubriendo todo y sepultó
profundamente a los animales, esparciendo una espesa capa de hielo
sobre ellos, de suerte que, aunque ya no se ven sobre la tierra
aquellas feroces bestias, aun yacen con piel y carne allá, heladas,
ateridas, pero sin haber cambiado de forma.
Trataron,
por fin, de robarle la gaita mientras el gigante yacía dormido; pero
la tenía debajo de la cabeza, y era tan pesada, que ni los hombres
ni las bestias juntos eran capaces de moverla. Mas abrieron
astutamente un agujero en el fuelle, y ¡oh terror!, se levantó tal
tormenta, que nadie podía distinguir la tierra, el mar o el
firmamento por la espesa negrura que todo lo envolvía, pereciendo en
aquel cataclismo casi todo lo que alentaba sobre el Universo.
Pero
el gigante ya no despertó jamás, y allí yace todavía durmiendo
con la gaita debajo de la cabeza, sonando a veces, cuando los vientos
soplan de aqueste lado de los Pirineos.
¡Si
alguno pudiera poner un parche en el fuelle de aquella encantada
gaita, volvería
a ser otra vez del dominio de los niños!
(Basado
en “El Reino de los niños”, cuento recogido en “Peralvillo de
Omaña”, de David Rubio de la Calzada).
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