miércoles, 1 de abril de 2015

El Cautivo de Argel

EL CAUTIVO DE ARGEL

Conozco una persona que, cuando era niño, oyó decir muchas veces a su abuela materna: “¡Ay, quien tuviera una astillita del arca  del cautivo de Argel! ¡La que está en la Virgen del Camino! ¡No hay mejor alivio  para el dolor de muelas!”. Esto ocurría en un pueblo de la ribera del Curueño, hacia 1940.

Sucedió en 1522. Por esos años, un joven llamado Alonso de Ribera vivía en el pueblo de Villamañán. Este joven mozo fué contratado para ir como soldado al reino de Nápoles. En aquel tiempo Nápoles pertenecía al Imperio Español y necesitaba ser defendida de los sarracenos. El virrey era Hugo de Moncada, y tenía varios capitanes a su mando; entre ellos, uno natural de Villamañán. En algún viaje que hizo a su pueblo, prometió el capitán los mozos valientes puesto de soldado y fortuna.
Uno de los que se apuntó fue Alonso de Ribera.

Los soldados españoles defendían la ciudad de Nápoles, por mar y por tierra, de las incursiones frecuentes que hacían los moros del norte de África. Los africanos no querían que los cristianos europeos se hicieran con el norte de África y, en concreto, con la ciudad de Argel. Esa ciudad estaba bien defendida.
Un día se enfrentaron en una fuerte batalla varios barcos españoles contra otros de los moros. Alguna nave española fue capturada y sus tripulantes llevados como cautivos a Argel. Uno de los prisioneros, precisamente Alonso de Ribera, fue encarcelado por el doble delito de español y cristiano.
Y encargaron su vigilancia a un moro llamado Alcazaba.

Debía procurar por todos los medios que no se escapara el de Villamañán. Y en cumplimiento de esa orden empeñaba Alcazaba su propia vida. Por ello, aplicó el moro todo el rigor sobre el cautivo cristiano, tanto cuando lo llevaba a trabajos forzados durante el día, como cuando lo metía en su celda de prisionero durante la noche.

Ni que decir tiene que a Alonso de Ribera se le hacía duro el cautiverio, y para aliviar sus pesares rezaba a menudo a la Virgen del Camino. Esta imagen era conocida y venerada en su pueblo de Villamañán y él mismo había ido alguna vez de peregrinación hasta el Santuario. Le rezaba sobre todo durante la noche. Y lo hacía en presencia del carcelero. Sus modos de rezar a la Virgen eran varios: recitaba en voz alta; alzaba piadosamente los brazos al cielo, a lo alto, y miraba intensamente hacía arriba.

Alcazaba, que no entendía nada de lo que decía y ni de lo que hacía el cristiano, empezó a llenarse de sospechas y temores. Tuvo miedo de que huyera y decidió asegurarse; encerró a Alonso de Ribera en una recia arca de madera (mas de dos metros de larga y casi uno de ancha y alta), no sin antes envolverlo con una cadena de hierro de 17 metros. Cerró el moro Alcazaba el candado y se echó a dormir encima de la tapa; si el cristiano intentaba librarse de las cadenas, el ruido le despertaría, y, si incluso lograba liberarse y violentar la cerradura, debía derribarle a él para poder abrir el arca. Seguridad plena; el cautivo estaba a buen recaudo.

Pero precisamente esa noche se obró el milagro. Fueron escuchadas, por fin, las oraciones de Alonso, y arca, cristiano y moro amanecieron ante las puertas del santuario de la Virgen del Camino. ¿Cómo fue eso? No lo sabemos. El moro desconcertado y temeroso no encontró otra salida que liberar al cristiano: ¿Qué es esto? ¿Dónde estaban?
Alonso de Ribera, tan pronto se acomodó a la luz, comenzó a dar saltos de júbilo.  El moro Alcazaba comprendió de inmediato que se habían invertido los términos: ahora el cautivo cristino estaba libre en su patria y él, en tierra extranjera. Era con todo un suceso prodigioso e imitó al cristiano: se arrodilló y juntó las manos. Rezaban los dos ante la imagen Dolorosa que había obrado el prodigio.

El de Villamañán se explicó como pudo. Y perdonó de inmediato los sufrimientos del cautiverio. Alcazaba acertó a entender los gestos amistosos, se arrodilló de nuevo y besó la mano de su prisionero. Aún quedaba por completarse la segunda parte del milagro. Alonso de Ribera había resuelto quedarse al servicio de la Virgen del Camino, y argelino decidió otro tanto.

Quedó olvidado el mal pasado. Recibió el musulmán las aguas purificadoras el bautismo. Y juntos, Alonso y Alcazaba sirvieron con celo en el santuario. Y andando el tiempo que todo lo puede, allí fueron enterrados.
Pero la cosa no acaba aquí. Desde su milagrosa llegada, el arca estuvo siempre expuesta ante los fieles. Y, junto a ella, durante siglos, un pergamino con caligrafía gótica recordando la historia.

Los primeros años eran el moro Alcazaba y el cristiano Alonso de Ribera los que explicaban a los peregrinos este milagro. Nadie podía ponerlo en duda. Allí estaban los protagonistas con vida y con dedicación religiosa al servicio de la Virgen para refrendarlo y allí estaba el arca y las cadenas. Todo era tangible, visible, evidente. Por ello, los devotos de la Virgen del Camino, entusiasmados ante las palabras de los protagonistas, comenzaron a venerar cadenas y arca.



Por supuesto, sus oraciones eran piadosísimas, emocionantes, confiadas, como corresponde a testigos de un milagro que podían palpar. Aquellos objetos se convirtieron pronto en testimonio de una devoción. Así nació la leyenda. Y nació más o menos pronto, y con ella el atrevimiento de coger, arrancar algún pedazo de la madera del arca como fuera posible. Podían ser pequeñitos, unas minúsculas astillas que se guardaban en una caja, o en los pliegues de un pañuelo. Pero eran del “arca del cautivo de Argel”. O del “arca del moro Alcazaba”. O eran del  “arca de la Virgen”. De cualquier modo eran pedacitos de un milagro.
 Y así estuvo cuatro siglos expuesta a la veneración directa del público en la nave de las primeras ermitas y de los santuarios posteriores que se hicieron desde 1522 hasta 1961. La gente reverenciaba el arca y las cadenas. La gente arrancaba, siempre que podía, alguna astilla. Llegaron a faltar muchos centímetros de la madera y llegaron a hacerse grandes rotos en tapa y laterales. Una tabla frontal fue consumida totalmente por las “devotas termitas”. Los distintos rectores del Santuario decidieron recubrir toda la madera que quedaba con piezas metálicas y hojalata muy gruesa. Aún así, los fieles encontraron la manera de hacerse con su astillita.

Esta costumbre se hizo más poderosa y atractiva cuando se corrió la voz que de estos fragmentos eran mano de santo para el dolor de muelas. El objeto bendito era capaz de sanar, se multiplicaban los milagros. Y se reproducen igual entre las gentes de la ribera del Curueño, como en la ciudad de Astorga, o en los pueblos del Orbigo, del Esla, por supuesto en Villamañán. Y en muchos pueblos de toda la provincia.

En 1961, el arca del cautivo de Argel se instaló en la sala de Exvotos que tiene el Santuario al este de la sacristía. En el centro de la sala. Metida en una urna de cristal muy grueso, que la protege de robos, profanaciones, polvo y humedades. El arca está visible, pero ya nadie la puede palpar, ni besar, ni mondar. Y, ¿ay!, desde hace cincuenta años nadie ha podido coger una astilla del arca, y por ello tampoco su sagrada madera ha podido aliviar el dolor de los devotos.

Hemos hablado del traslado milagroso del arca del cautivo de Argel, de la devoción con que fue venerada como objeto religioso, y de la existencia de favores de las astillas del arca para el dolor de muelas. Nos queda otra tradición más. En Villamañán se cuenta que cuando el arca, el moro y el cristiano pasaron milagrosamente por encima del pueblo, las campanas de la iglesia sonaron solas, alegres, insistentes. El moro solo conocía los sonidos de cencerradas de rebaños pero no de campanas. Por eso aquel sonido le resultaba nuevo, extraño y se produjo un diálogo entre el moro y cristiano.
  
HISTORIA EXTRAIDA DEL LIBRO:    LEYENDAS DE LEÓN    Contadas por……….

(Jaime Rodríguez Lebrato,   sacerdote dominico)